EFEMÉRIDES 2024
El film suma comedia de enredo, romance y retrato de costumbres, con él Lubitsch da un giro a su modo de hacer comedias, deja de lado las farsas europeas para iniciar la etapa de las comedias americanas, en las que hace uso de sutilezas, ingenio, inteligencia, elegancia y picardía. Mueve al espectador a imaginar lo que la pantalla sugiere, oculta o no muestra; equívocos, confusiones, sospechas, sueños, falsos supuestos y sobrentendidos, pasan a formar parte fundamental de la relación entre el espectador y la obra. Las sutiles referencias al sexo, las conductas transgresoras de normas convencionales, la prevalencia del valor del deseo sobre la hipocresía social, etc., son fuente de un humor fresco, natural, profundamente humano y muy divertido.
En comedias como ésta es inevitable referirse al toque Lubitsch, ese toque indefinible que el gran director berlinés dejaba en sus películas, un guiño de complicidad dirigido a los espectadores inteligentes. Allí donde otros necesitarían gags convencionales ó imágenes más ó menos tópicas para lograr la sonrisa del público, Lubitsch necesita unos pocos elementos, pero eso sí, los dispone de tal forma y con tal artesanía que tanto él como nosotros sintonizamos la misma frecuencia. Lubitsch hace cine para espectadores inteligentes y, lo mismo que el uso desarrolla el órgano, el cine del director germano desarrolla nuestro intelecto, y no me negaréis que resulta más atractivo el cine del teutón, toque Lubitsch incluido, que la monótona uniformidad de los sudokus, si de potenciar la mente se trata.
Lubitsch la consideró su mejor comedia. No es su mejor película y tampoco su comedia maestra, pero es indudable que estamos ante una obra absolutamente lograda, casi sin palabras, porque si una imagen vale más que mil palabras, si la imagen es de Lubitsch su valor supera la Enciclopedia Británica. ¡Cuanta razón tenía Billy Wilder cuando afirmó que "Lubitsch era capaz de hacer más con una puerta cerrada de lo que la mayoría de los directores son capaces de hacer con una bragueta abierta"!
Siodmak fue uno de esos realizadores europeos, que huyendo del nazismo, se asentó una larga temporada en Hollywood, donde la película ‘El hijo de Drácula’ (‘Son of Dracula’, 1943) le dio algo de prestigio, y a partir de la cual se adentró de lleno en el cine negro, género con el que cosechó no pocos éxitos, dejando algunas de las muestras más representativas para la posterioridad, como el film que hoy nos ocupa, ‘El abrazo de la muerte’, que puede ser vista como una repetición de los esquemas de la previa ‘Forajidos’ (‘The Killers’, 1946), también protagonizada por Burt Lancaster, volvemos a encontrarnos con el fatalismo de personajes abocados a la perdición, con una mujer fatal y un golpe perfecto que por supuesto sale mal.
Daniel Fuchs adapta la novela de Don Tracy ‘Criss Cross’ (1936), durante la pre-producción murió el productor del film Hellinger, y el director y el guionista cambiaron el robo a un hipódromo por el de un furgón blindado. Está edificada a través de flash-backs que Siodmak sabe editar para potenciar la intriga y la tensión, arranca con un trabajo rutinario de los guardias de un furgón de dinero, retrocede en el tiempo para que enterarnos de la tela de araña en que está envuelto el protagonista, para llegar al punto de inicio media hora antes del final y dejándonos con el misterio del desenlace. La cinta juega con varios temas, el amor fatalista, la obsesión, la traición, la familia, la frustración, la amistad o la femme fatale, posee todos los ingredientes del cine negro, el perdedor corrompido por la mujer fatal, la fuerza del destino, los sueños el crimen, villanos carismáticos, los sentimientos de culpa...
Siodmak demuestra que es un gran realizador con escenas que dejan poso ya desde su inicio con una toma aérea-nocturna de Los Ángeles, de fondo las fanfarrias de Rosza, hasta desembocar en un parking donde Ivonne De Carlo y Burt Lancaster están abrazados clandestinamente en lo que supondrá una apertura que se ‘abrazará’ con el final, dando sentido al título en español, con el posterior rifirrafe en el club que nos deja dosis de misterio que se irán desvelando, ya están sembradas las semillas de la intriga; o la estupenda escena del robo, donde la acción se funde con elementos de terror, con los malhechores con esas máscaras y moviéndose entre gases, disparos, peleas, humo, una escena brillante; o la intensa del hospital con el desconocido (buen Robert Osterloch) que ve en el espejo y al que le pide le proteja; y por supuesto el clímax final en la cabaña, estremecedor. La puesta en escena es propia de un realizador como Siodmak que ha bebido del genuino expresionismo alemán creando atmósferas absorbentes y decadentes, a esto le ayuda la fotografía de Franz Planer en glorioso b/n, jugando con la oscuridad, las penumbras, los claroscuros.
Todos los tópicos del género se reúnen en el cinta: la mujer fatal, un pasado turbio, el inevitable destino trágico, el policía que lo sabe y no puede hacer nada pare evitarlo, el dinero como motor de la vida, el adulterio y los amores tercos... Los reúne todos, pero funciona, vamos que si funciona, perfectamente, una grandiosa película, una maravilla. No dejes pasar la oportunidad de zambullirte en esta exquisitez. Muy, pero que muy grande.
Joseph L. Mankiewicz pertenece a ese grupo de directores-autores no sólo por la forma de realizar las películas y por su dominio para contar historias a través de la cámara, sino porque también solía ser el guionista de sus propias historias, a finales de los cuarenta escribiría y realizaría esta película que tiene todos los ingredientes de cómo escribir un guion y plasmarlo en pantalla. A través del guion Mankiewicz utiliza dos recursos de manera perfecta y no aleatoria, dos recursos que sirven realmente para que la historia avance y tenga sentido: la voz en off y los flash back (cuántas películas hemos visto en las que decimos: lo que más me ha cansado y menos me ha gustado ha sido la voz en off –señal de que no está bien empleada, si nos aburre o molesta— o pero a cuento de qué venía contarnos esa escena de su pasado –otra señal de que un flash back está mal empleado si no nos aporta nada a la historia o sobra—).
“Carta a tres esposas” es una película de personajes, de retratos. Joseph L. Mankiewicz muestra de manera ácida e inteligente las relaciones de pareja, las dudas, los celos, la amistad, las relaciones profesionales, por qué se forman las parejas, por qué puede existir la duda, la vida cotidiana en una pequeña ciudad, el peligro de caer en una monotonía constante… Una película sobre infidelidades, donde en ningún momento llegamos a conocer realmente a la femme fatale, y donde no sabemos quién es el infiel hasta el último momento, todo está construido para descubrirnos como son esas tres esposas del título, que pueden pasar de ser dulces damas a arpias en segundos, Mankiewicz analiza la psique femenina, los celos, la paranoia, los miedos a perder el matrimonio, y de cómo algo perfecto y estable como un matrimonio del “American way of life” se puede romper por una mera carta.
No sé que tiene este director que cada vez que veo una película suya me deja sorprendido, un director que ha tocado muchos géneros y sabe como dirigirlos a la perfección. Claro que no solo Mankiewicz cumple con su trabajo, contó en todos los campos con auténticos profesionales, es el caso de Alfred Newman en la banda sonora, Arthur C. Miller en la fotografía (ganador de tres oscar, no tiene nada que ver con el guionista Arthur Miller), por no hablar del apartado interpretativo, las actrices en manos de este director siempre realizaban maravillosas interpretaciones, y este no es una excepción, de Linda Darnel a un grandioso Kirk Douglas, pasando por Thelma Ritter, que aporta la parte cómica al drama, componen unos personajes que no permiten que el espectador aparte la mirada de la pantalla mientras contempla como los nervios de estas mujeres acaban destrozados.
Una de las primeras grandes películas de Mankiewicz en donde quedarán patentes los puntos más fuertes de su carrera: el guion y la dirección de actores. Una cinta excelente, cargada de ironía y madurez, muy, pero que muy recomendable.
A David Lean se le suele relacionar con grandes epopeyas como El puente sobre el río Kwai, Lawrence de Arabia o Doctor Zhivago, pero sin embargo también cultivó un cine intimista cuya obra más difundida es la maravillosa Breve encuentro, Amigos apasionados entraría en este segundo grupo. Cuenta de manera excepcional, empleando la narración cinematográfica con delicadeza, una historia a tres bandas, la historia que une los destinos de Mary, Steven y Howard.
Si nos quedamos en la superficie podemos decir que Amigos apasionados narra la historia de un adulterio, pero es quedarse muy en la superficie porque lo hermoso de David Lean es cómo narra esta historia a tres bandas, la película empieza con un monólogo interior y encadena una serie de flash back para narrarnos la historia siempre inconclusa y los encuentros entre Mary y Steven, ellos fueron jóvenes enamorados, pero Mary decide no pertenecer a nadie sino a sí misma, opta por una vida práctica y sin riesgo alguno con un hombre mayor que ella y bastante rico que solucionará su vida para siempre, pero con lo que no cuenta es que cada vez que se encuentre a lo largo de los años con Steven se va a montar en una nube y le va a costar bajar de ella… La cámara trata con sumo cuidado cada uno de los gestos de Mary (Ann Todd ), sus ojos en penumbra cuando va a realizar un viaje al pasado o va a protagonizar una ensoñación, su sonrisa ante la alegría de una llamada o la esperanza de un encuentro, los sentimientos pasean por el rostro de la actriz, y es que Amigos apasionados es uno de esos ejemplos de un director de cine enamorado de su actriz y que logra que eso trascienda más allá de la cámara, terminó casándose con Ann Todd y realizó con ella dos películas más: Madeleine y La barrera del sonido.
Una película casi desconocida de David Lean, que la censura española, “garante” de la moral y las buenas costumbres, no permitió estrenar en España pues el régimen no podía permitir insinuaciones sobre adulterio, y es que, bajo la apariencia de una inocente historia de amor, subyace una aguda crónica o reflexión sobre la infidelidad, el fracaso amoroso y la frustración personal. Un film bello y romántico, una variación de esa maravillosa obra maestra que es Breve encuentro, también con Trevor Howard en el que destaca un Claude Rains en un papel muy parecido a Encadenados de Hitchcock, el de marido desengañado. Basada en una novela de H. G. Wells, en la película no hay moralismo alguno, sólo la enésima constatación de que, en el cine de Lean, las pasiones humanas están contempladas mostrando sus aspectos más sublimes y agradecidos, pero sin olvidar el reverso de sus connotaciones más sombrías y ásperas, para el cineasta el amor es bello pero no perfecto, o en el mejor de los casos su aparente perfección tiene una duración limitada en el tiempo, porque las personas que lo experimentan tampoco son perfectas, sino seres humanos cargados de complejos, cargas y limitaciones de toda índole.
Un auténtico y sensato ejemplo de género romántico sin cursilerías ni golpes bajos, con personajes humanos, bien desarrollados y no estereotipados, una película que se cuece a fuego lento, paso a paso, beso a beso.
“Lacombe Lucien”, film del gran cineasta francés Louis Malle, coautor del guion junto con el Premio Nobel de Literatura Patrick Modiano, plasma de un modo seco, sin pretensiones, pero del todo brillante, la historia de un joven campesino, Lucien, que quiere unirse a la resistencia, pero no es aceptado, Lucien se mantiene al margen de todo, se deja llevar, va sin rumbo, la apatía, el aburrimiento, que no el patriotismo, lo llevan a intentar ingresar en la Resistencia francesa pero como ya hemos comentado es rechazado, ese rechazo, esa misma apatía y con un poco de ayuda por parte de la casualidad, le hacen caer en la policía que los alemanes y el gobierno colaboracionista de Vichy han creado para depurar la retaguardia, su apatía le hace adaptarse con facilidad a cualquier situación, y asume perfectamente el papel de verdugo de sus propios compatriotas. Todo cambiará, sin embargo, cuando traba amistad con una joven judía que es hija de un sastre que tiene un negocio clandestino de corte y confección, y que se llama, precisamente, France.
La película causó controversia en el momento de su estreno, al suponer una revisión sin tabúes de uno de los segmentos más turbios de la historia contemporánea de Francia: el período de la ocupación nazi. Por todos es sabido que fueron muchos los ciudadanos franceses que colaboraron con las autoridades alemanas durante esa época (de la misma manera que muchos españoles colaboraron con los franceses durante su ocupación de España a principios del siglo XIX); sin embargo, este hecho, irrefutable, trató de ocultarse, quizá debido a cierto sentimiento de vergüenza, en los años posteriores a la finalización de la guerra. El cine de Hollywood, y lo que es peor, la propia cinematografía gala, fueron asimismo cómplices de ese oscurantismo histórico, presentando en sus filmes a un pueblo francés oprimido y cohesionado frente al invasor alemán, tuvo que llegar Louis Malle para mostrar a los espectadores del mundo que la realidad no había sido del todo así, y lo hizo sin emitir juicios, sin revanchismos ni afán por rendir cuentas, optando por una exposición lo más objetiva (y fría) posible de los hechos.
La dirección de Malle resulta soberbia, madura, utilizando con frecuencia la cámara en mano para dotar a su historia de un realismo cuasi documental, pero la sequedad argumental y técnica, no impide que encontremos en “Lacombe Lucien” momentos ciertamente hermosos, en verdad poéticos, como los que se dan ya en el tramo final de la cinta, con motivo de la fuga que protagonizan Lucien y France, el gran Tonino Delli Colli, colaborador de autores como Pasolini, Leone o Fellini, es el responsable de la magnífica fotografía que luce el filme.
Uno de los trabajos imprescindibles de la carrera de Louis Malle, su ambiguo discurso sobre la condición humana no ha perdido ni un solo ápice de vigencia, más bien al contrario, sigue desconcertando y fascinando a partes iguales. Una magnífica película, una obra madura, para nada maniquea ni acusadora, sino simplemente demostrativa de unos hechos incontrovertibles de forma objetiva y desapasionada, muy entretenida pese a sus dos horas y veinte minutos de duración.
Fritz Lang abordó en 1924 uno de sus proyectos cinematográficos más ambiciosos, “Los nibelungos”, inspirado en el poema épico «El cantar de los nibelungos» y compuesto por las películas “La muerte de Sigfrido” y “La venganza de Krimilda”, la primera de las cuales comento en estas líneas. Ciertamente para poder describir los referentes y el bagaje estético que sugiere la película hay que poseer un conocimiento de la cultura germánica, sin embargo, al margen de estas asumidas limitaciones, sinceramente hay que tener muy poca sensibilidad cinematográfica para no caer rendido ante la belleza, el romanticismo y el aliento trágico que acoge esta admirable realización “langiana”, que en su momento tuvo a su disposición los mayores costes de producción posible y un siglo después sigue manteniendo la vigencia de un clásico, pero un clásico con vida propia.
Sencillamente, una obra maestra, un film rebosante de grandeza épica, de tragedia latente, una soberbia adaptación de una obra clásica como es el "Cantar de los Nibelungos", que recoge a la perfección la magia casi mítica que desprenden reinos ya olvidados, personajes imaginados o soñados, riquezas ocultas y seres fantásticos. Si el argumento posee el encanto de los cuentos, la realización de la película contiene toda la magia que es capaz de conjurar el cine, y es que no sólo los decorados o el vestuario proporcionan esta impresión, sino que son los propios personajes quienes se hallan impregnados de ese halo grandioso y terrible a un tiempo, característico de aquéllos que están marcados por el destino, en efecto, es el destino la fuerza invisible pero siempre presente que anima el transcurso de los acontecimientos, marcados también por el orgullo, el vasallaje y la ambición.
Un film donde el ritmo es vertiginoso, dotado de una puesta en escena descomunal, con escenas de acción muy bien resueltas, unos decorados suntuosos donde el expresionismo alemán se muestra en todo su esplendor para crear una atmósfera lúgubre de lealtades y traiciones, con unos personajes muy bien descritos, empezando por su dinámico protagonista, encarnación de la pasión y del aventurero que cree poder comerse el mundo, o la pérfida Brunilda, manipuladora víbora, unos personajes de los que calan. En su momento al film se le tildó de apoyar al movimiento Nazi por su filosofía y lo cierto es que no seré yo quien les quite la razón, Sigfrido es la personificación del Ario superior a todos, en el bosque se encuentra a un tipo bajito, gordo, con nariz aguileña que le intenta engañar y matar, no hay que ser un lince para ver que representa a un judío, al que el héroe derrota y de este modo puede quitarle todo su tesoro, otro tópico Nazi, los judíos son ricos, se nota la mano de Thea Von Harbou, la esposa de Lang y guionista del film, y reconocida seguidora de Hitler.
Simplemente una belleza desde el primer fotograma hasta el último, una hermosura, absolutamente deslumbrante. Por cierto, el hecho de que la película sea tomada en cuenta como algo aparte de “Los nibelungos: la venganza de Krimilda”, es un error que el propio Fritz Lang explicó, en realidad ambas son una película de dos partes, una película de casi 5 horas con una majestuosidad poética que permanecerá con nosotros para siempre.
Richard L. Bare es uno más de esa casi infinita nómina de realizadores con una larga andadura, iniciada en la década de los cuarenta, y caracterizada sobre todo por una dilatada trayectoria televisiva que le llevó a dirigir episodios de las más conocidas series surgidas desde que el medio catódico tuvo un especial peso en el “Entertainment” norteamericano. Pero junto a ello formuló una no menos extensa andadura previa en el terreno del cortometraje, lo que conforma una filmografía bastante sui géneris, en la cual sus aportaciones al largometraje apenas son conocidas, entre ellas se encuentran títulos de escasa enjundia, pero si tuviéramos que iniciar el recorrido de su obra con “Almas desviadas (Flaxy Martin)” lo cierto es que podríamos dejar un margen de confianza en encontrarnos con un realizador dotado de no poco interés.
“Flaxy Martin” es un curioso thriller que reúne a los personajes prototípicos del género: el abogado corrupto que bebe los vientos por la femme fatale manipuladora, que además se acuesta con el gangster duro e implacable servido por un sicario de pocas luces con tendencias psicóticas, a ello se le suma una estupenda fotografía en B&N, una música muy conseguida de William Lava, y el cóctel está servido. Hay un reparto de campanillas: Zachary Scott, aquí bordando su papel de imbécil; Virginia Mayo, una de nuestras estrábicas favoritas, y que ese año encadenaría “Juntos hasta la muerte” y la gloriosa “Al rojo vivo”, la pantalla se enciende cuando ella aparece, la verdad es que a Virginia Mayo le sientan como anillo al dedo estos papeles de mujer embaucadora de esa especie homínida extendida geográficamente por todo el orbe denominada en un latín, clarísimamente macarrónico, “pardillus máximus”, no soy de los que consideran que hasta ahí llegan sus capacidades artísticas, considero que la chica da para mucho, pero que mucho más, pero es cierto que donde exprime al máximo sus talentos es en este tipo de papeles, sobre todo si se añade una pizca de fingida inocencia, un buen chorro de seducción y se riega todo con algunas lágrimas de cocodrilo (sin abusar). Dorothy Malone, siempre seductora y morbosa, es la tímida bibliotecaria (no te lo crees ni por un momento) que aparece en la vida de Scott para salvarle de la policía y de la mala, malísima que le tiene sorbido el seso, está para comérsela. ¿Quién mejor para el papel del asesino psicótico que Elisha Cook Jr., siempre untuoso y repulsivo? Y en el papel del gangster, Douglas Kennedy, secundario de toda la vida que otorgaba verosimilitud a sus personajes.
Otra película más de ese memorable Cine Negro que se hacía en los años cuarenta, sumamente disfrutable.
"Atrapados", con toda su negrura y su maldición, es una película visualmente turbadora, claustrofóbica, detrás de las cámaras había un maestro absoluto bajo el nombre de Max Ophüls. La ascensión de una chica que llega al éxito a través de un matrimonio con un excéntrico millonario que va degenerando en su excentricidad hasta llegar a la obsesión es la excusa perfecta para ver cuál es la mirada de este grandísimo director de cine, profesor de continuidad en la escena que pasa de una a otra con la suavidad con la que se concatena la vida. En manos de Ophüls, parece que la cámara cobra vida y que, con nuestras piernas, avanza con discreción y prudencia para enterarnos de unas vidas atrapadas, cogidas sin remisión, con falsas esperanzas de libertad a través de la riqueza, los celos ahogan hasta la extenuación y, cuando eso ocurre, la única salida es la fuga. Desde la primera secuencia, el director nos deleita con su forma de rodar, con sus largos movimientos de cámara, sin cortes, imperceptibles, pero siempre precisos, para encuadrar lo que interesa y dejar en segundo plano aquello que complementa la acción, y es que la planificación de Ophüls es perfecta, los planos secuencia son interminables y la profundidad de campo juega un destacado papel en su barroca forma de proponer una escena.
De todo el conjunto, sobresale la maravillosa interpretación de ese millonario atormentado, que actúa bajo el rostro de Robert Ryan. Más abajo y en un papel que quedó demasiado edulcorado está James Mason, médico de pobres que elige su ética como modelo de vida. Y en el último lugar está Barbara Bel Geddes como hilo conductor de la historia, inocencia interrumpida que cae en la toma de demasiados atajos para que los sueños se vean cumplidos. Bel Geddes seguramente no es la chica ideal para esta historia aunque quizás su elección se debió a que era capaz de transmitir la idea de una muchacha normal que sube como la espuma a pesar de su ingenuidad.
Una gran lección de cine y una historia que, por momentos, llega a rozar los mismos bordes de nuestra intimidad. Que os atrape, merece mucho la pena.
En 1924 Griffith necesitaba revitalizar su carrera, no había tenido un gran éxito desde la maravillosa “Las dos huérfanas” (1921), había estado trabajando de manera constante desde entonces, pero sus películas habían tenido un alcance menor y no habían logrado tocar la fibra sensible del público. Estaba planeando una película sobre Patrick Henry cuando miembros de “Las Hijas de la Revolución Americana” se pusieron en contacto con él y le preguntaron si podría realizar una película sobre la Revolución Americana positiva y educativa, esta film es el resultado, cuando lo terminó tenía toda una lección de historia y no había ni rastro de Patrick Henry por ninguna parte. Todos conocemos la historia de la Revolución Americana, pero Griffith lo que hace es contarnos una historia de amor en la que el granjero patriota Nathan (Neil Hamilton) se enamora de la aristócrata conservadora Nancy Montague (Carol Dempster, protagonista de Griffith durante muchos años), lo que complica las cosas es el hecho de que el padre de Nancy odia a Nathan. . . Bueno, no sólo a Nathan, odia a todos los rebeldes y claro, además no ayuda nada el hecho de que cuando, durante una escaramuza en las calles de Lexington, alguien va y empuja el brazo de Nathan, lo que provoca que dispare su arma e hiera accidentalmente al padre de Nancy. Paralelamente a la historia de amor está la historia (en su mayor parte cierta) del capitán Walter Butler (Lionel Barrymore), un oficial británico renegado que siente que no le debe lealtad a nadie, con miles de indios de “Las Seis Naciones” de su lado, espera aplastar a los coloniales y convertirse en monarca de su propio imperio.
Griffith reunió todas las innovaciones del momento en la gramática cinematográfica, como el primer plano, esplendidos planos generales, maravilloso manejo de la edición para escenas en paralelo para generar tensión, y un clímax final generador de gran intensidad, creando momentos de enorme potencia dramática, como la mística presentación de George Washington (Arthur Dewey), no vemos su rostro, está sentado en un sillón, y solo vemos su mano sobresalir, mientras reflexiona sobre temas de hondura, o el vigor reflejado en la icónica carrera de Paul Revere, o como el cuerpo de un hijo que cayó en las filas estadounidenses, es llevado junto al lecho de su enfermo padre, acérrimo pro-inglés y que cree que su hijo murió por la bandera británica, y la hermana del moribundo le pone una bandera Union JacK sobre el cuerpo para hacer feliz al progenitor, estamos hablando, claro, de Nancy y de su padre.
En conjunto una buena propuesta, con picos interesantes de calidad, sobre todo en su primera mitad, en su segunda, cuando entra de lleno en el melodrama romántico flaquea un poco, pero en su tramo final, se produce una batalla-clímax fenomenal de ritmo e intensidad. Muy recomendable.
“El demonio del mar” es otra de las grandes aportaciones al cine de aventuras de Henry Hathaway, una de esas delicias que sólo disfrutas cuando te animas a desempolvar viejos títulos del cine clásico de Hollywood y más siendo que no es una obra muy conocida. Una narración cercana a la novela de aventuras del siglo XIX a medio camino entre el "Moby Dick" de Herman Melville y el "Capitanes intrépidos" de Rudyard Kipling en la que, además de todo lo que acontece en el mar, importa y mucho la relación de los tres personajes principales: un viejo marino de fuerte carácter (magnífico como siempre Lionel Barrymore), su pequeño nieto (por cierto Dean Stockwell) y un capitán dispuesto a demostrar su valía (Richard Widmark). Es una de esas películas cuidada hasta el detalle, minuciosa en la descripción de ambientes y personajes y con la que aprendes no sólo cómo es la vida en el mar a bordo de un ballenero, sino también los dilemas morales en torno al aprendizaje y formación de un niño en una época en la que las personas estaban hechas de otra pasta.
El tono pausado de esta película intimista, emotiva y desbordante de humanidad se aviene escasamente al torrente de “emociones” que se empeña en querer servirnos el cine contemporáneo, inmerso en absurdas e infantiloides batallas de superhéroes que han convertido el otrora noble género de aventuras en una factoría de productos tan estratosféricamente caros como inmediatamente desdeñables, comida basura para aplacar las necesidades más nimias, que se digiere con la misma rapidez con la que se consume. Impensable por tanto, hoy en día, en el género de aventuras, una película como la que nos ocupa, que se toma su tiempo en la presentación de situaciones y personajes primero, para desarrollar posteriormente una historia que alterna de manera ejemplar los pasajes más reposados (pero de una conmovedora intensidad) con episodios de acción desbordante, filmados todos ellos con mano magistral por Hathaway.
Un magnífico film de aventuras en el mar, uno de esos films que cuando lo ves en la adolescencia, queda grabado a fuego en tu mente. Un viaje exterior e interior, una aventura de iniciación y aprendizaje, de superación y emociones, de contacto con el mundo y con las realidades de la vida, de elecciones y de toma de decisiones. Se dirimen las luchas generacionales y el concepto educacional, enfrentando unos valores y una forma de entender la vida en conflicto con otra, tradición versus progreso, deber frente a amistad, experiencia o conocimiento que el niño ( Dean Stockwell soberbio) irá absorbiendo y decidiendo qué valores y qué patrones han de guiar en su futuro su camino por la vida, pero no es el único que aprenderá algo, aquí todos aprenden y se transforman.
Por cierto, en la lista de adaptaciones absurdas de títulos de películas al español, la de “El demonio del mar” debería estar indiscutiblemente entre las de cabeza, sin que sirva de descargo que el original, “Down to the Sea in Ships” (que, entiendo, se podría traducir como “Surcando el mar en navíos”), tampoco sea especialmente logrado y no haga justicia en todo caso a las virtudes de esta película inolvidable y conmovedora.
La película es una especie de fábula sobre un individuo (“Niño bonito” Romano) que se ve sumido en una espiral de criminalidad y autodestrucción desde que en su más temprana e inocente adolescencia su padre muere en prisión dejando a la familia sin recursos, y que al ser acusado del asesinato de un policía recurre a un abogado que siempre lo ha defendido, abogado encarnado por el siempre magnético Humphrey Bogart, fantástico en su interpretación de este íntegro e idealista abogado.
Que pena, penita, pena, pero la verdad es que ya no se hacen películas como ésta, porque ya no hay actores como Bogart, porque los ambientes no son como se nos muestran, porque es difícil conseguir ver en una pantalla atmósferas nubladas por el humo de los cigarros y porque el diseño de producción es muy distinto al que fue. El tono de la película es dramático y el desarrollo posee esa sensación de fatalidad inevitable que acompaña a todo el buen cine negro, pero lo que realmente la sobredimensiona es el personaje de Bogart, una vez más el “alma” del film pese a no ser el protagonista real de la historia, un actor capaz por sí solo de multiplicar el interés de un argumento.
Todo un clásico del cine jurídico, con un discurso poderoso, un guion sólido y unos actores y una dirección impecables, y que concluye con un inolvidable alegato de Bogart en un plano de casi ocho minutos de duración “Mientras no arrasemos los suburbios y los reedifiquemos, llamad a cualquier puerta... Y os abrirá... Nick Romano”.
Como curiosidad indicar que nunca aparece en escena el tercer personaje principal del film, es decir, Edward, el hijo, siempre omnipresente en la historia, y claro, la manera como está planteado el filme obliga cuando menos a una pregunta: ¿Por qué no vemos en ningún momento a Edward? Algún reconocido crítico, afirmó cierta vez que ese había sido un gran descuido del director George Cukor, a mi me parece que es lo mejor que pudo habérsele ocurrido, en un principio uno tiene la impresión de que el motivo era técnico, había que conseguir a diversos chicos para poder ilustrar el desarrollo de Edward desde que era un bebé hasta sus 23 años, pero enseguida uno se da cuenta de que la verdadera razón es puramente psicológica, no es Edward lo que motiva las acciones del errático Arnold Boult, es él mismo, es lo que él siente, lo que quiere tener, lo que quiere ser, por eso, él es el centro de una historia que de nuevo confirma que, si siembras vientos cosecharás tempestades.
El brillante guion, escrito por Donald Ogden Stewart, estuvo basado en la obra “Un juego en tres acciones” que Robert Morley y Noel Langley publicaran en 1948. El excelente argumento de R. Morley y N. Langley taladra la pantalla desde el comienzo con una propuesta vehemente, visceral y descarnada que G. Cukor conduce con el vigor necesario, pero también con manifiesta sutilidad, la excelente estructura del guion, la habilidad narrativa del director, su capacidad de persuasión, su facilidad para resultar convincente y ese dominio casi absoluto del ritmo convierten al espectador en parte activa del relato hasta tal punto que lo implica personalmente. Estupendo film, enormemente dirigido por Cukor, con un fantástico ritmo narrativo, estupendas interpretaciones y un gran guion, dadle una oportunidad, merece la pena.
Hay ocasiones en los que uno teme los conflictos bélicos pero, de alguna manera, ésta película (muy bien escrita por Carl Foreman, autor de guiones sobradamente reconocidos como los que dieron lugar a “El ídolo de barro”, de Mark Robson; “Hombres”, de Fred Zinnemann; “Solo ante el peligro”, también de Zinnemann o “El puente sobre el río Kwai”, de David Lean; y a la sazón, uno de los perseguidos encarnizadamente por el Comité de Actividades Antiamericanas) también nos está diciendo que la paz puede ser terrible porque en tiempos de paz, la tranquilidad se vuelve sospecha y la tensión es invisible. Descubrir quién te ha metido en un lío que puede significar tu muerte sólo tiene la solución de la prisa, y eso Fleischer no lo olvida, imprime un ritmo fantástico a una película que tenía que terminar cuanto antes porque así se lo habían impuesto. Y el director, con un tacto magistral nacido de las mismas entrañas de la escuela de rodaje rápido que era la serie B, lo consigue, sin llegar a hacernos creer que acababa de realizar una obra maestra pero sí con la seguridad de que lo que nos está contando es condenadamente bueno.
Fleischer nos ofrece una pesadilla cuidadosamente dirigida en torno a un hombre que se ve envuelto en algo que no comprende justo cuando regresa de la nada. Hay tópicos que salpican la corta y trepidante historia pero la dirección de Fleischer consigue hacernos ver que alguien muy competente estaba detrás de la cámara, y ahí, justo enfrente, nos muestra la lucha de alguien que no recuerda nada contra un enemigo invisible. No hay estrellas en el reparto que nos cieguen (aunque destaca la presencia de un futuro y excelente director que acabó sus días suicidándose, como fue Richard Quine) pero hay unos buenos pedazos de arte esperando a ser devorados en una pequeña gema de cine negro e intriga que aguarda con impaciencia a ser descubierta en la jungla del cine olvidado.
John Farrow filmó dos de las propuestas más inquietantes de cine negro con toques fantásticos rodadas en los años cuarenta, la estupenda “Mil ojos tiene la noche” (1948), en la que el mentalista Edward G. Robinson comprobaba con creciente horror que sus supercherías adivinatorias comenzaban a tener visos de realidad, y la película que hoy nos ocupa, “Alias Nick Beal”, una nueva aportación al subgénero de relatos diabólicos, que había proporcionado poco tiempo antes frutos tan magníficos como “El hombre que vendió su alma” (1941, William Dieterle), o tan simpáticos como “El diablo y yo” (1946, Archie Mayo), todo ello sin olvidar la apuesta en claro tono de comedia brindada por Ernst Lubitsch con “El diablo dijo no” (1943). No obstante, Farrow apuesta en “Alias Nick Beal” por un relato que se imbuye hasta la empuñadura en una atmósfera sombría y siniestra.
El estupendo guion de Jonathan Latimer nos cuenta, en un extenso flashback, la historia de Joseph Foster (Thomas Mitchell), un íntegro fiscal de distrito obsesionado con meter en chirona a un gánster llamado Hanson, cuando parece que no va a poder conseguirlo porque las pruebas incriminatorias han sido quemadas, Foster recibe una nota anónima de alguien que le propone citarse en el café “China Coast” si quiere atrapar a Hanson, cuando se encuentran, el misterioso personaje, que se hace llamar Nick Beal (Ray Milland), le ofrece, sorprendentemente, los documentos que en principio habían sido destruidos. Foster acepta, pero el trato al que llega con Beal no le saldrá gratis y tendrá consecuencias relacionadas con su carrera política.
Farrow traslada a la pantalla una historia en la que predominará por encima de todo la existencia de una atmósfera dominada por el desasosiego. Ayudado por una poderosa iluminación en blanco y negro de Lionel Lindon dominada por los oscuros, las sombras, contraluces y el uso de las nieblas exteriores, podremos disfrutar de un relato lleno de desasosiego, en el que se domina con acierto la mixtura de géneros. Farrow se distancia de su habitual y brillante querencia por los largos y complejos planos secuencias, utilizando con enorme habilidad la grúa, en esta ocasión apuesta por la constante sensación de asistir a un estado de duermevela, a una extraña narrativa embadurnada de vigilia nocturna, en la que asistimos a esos recovecos en los que se irá sumergiendo progresivamente ese intachable fiscal en su camino hasta convertirse en gobernador.
La película cuenta con un espléndido reparto completado por Audrey Totter, en el papel de la prostituta Donna, a quien Beal saca del arroyo para que lo ayude en su particular misión seduciendo a Foster; George Macready, como el reverendo amigo de Foster, personaje decisivo en el desenlace del film, y el gran Fred Clark, acaso desaprovechado en su rol de político relacionado hasta las trancas con la delincuencia. Pero, por encima de todos, incluso del siempre enorme Thomas Mitchell, el dueño absoluto de la película es Ray Milland, sin su interpretación, la cinta de Farrow, aunque tiene muchas otras virtudes, bajaría sin duda un par de peldaños, su “mefistofélica” y ominosa presencia y su amenazadora mirada resultan tan preponderantes en el film que, cuando no están presentes, el espectador está deseando, como pocas veces, que vuelvan a la pantalla.
Stiller se propuso realizar la “gran” película escandinava, que superara todo lo que él y su compatriota Sjöström habían realizado antes, y para ello ¿qué mejor que adaptar la primera novela de la escritora más célebre del país, Selma Lagerlöf, que había proporcionado el material de base para los filmes más destacados de Stiller y Sjöström? De modo que desde su concepción la película estuvo pensada como una obra épica de gran presupuesto. En su producción la película sufrió numerosos retrasos, alguno de los motivos fueron las reticencias de la escritora Selma Lagerlöf a la hora de permitir que Stiller adaptara su novela después de las innumerables libertades que se había permitido con otras obras suyas en el pasado (y más en contraste con las adaptaciones generalmente más respetuosas de su compatriota Victor Sjöström), al final aceptó permitir la película a cambio del firme compromiso de Stiller de ceñirse a un primer guion que era muy fiel al libro, una condición que por descontado el director no respetó en absoluto. Cabe reconocer de entrada que “La Saga de Gösta Berling” era una novela difícil de adaptar al incluir multitud de pequeños episodios dedicados a personajes secundarios alejados de la trama principal, pero lo que debió indignar a Lagerlöf no fue tanto eso como las numerosas licencias que se permitió Stiller a la hora de adaptar la trama principal, para Lagerlöf lo importante es la forma como se redimen todos los personajes después de pasar por su particular calvario, mientras que Stiller piensa la trama en términos más cinematográficos, es como si el cineasta hubiera cogido todos los elementos del libro (los personajes, el entorno y las diferentes situaciones) y los hubiera combinado a su antojo, dando más énfasis a unos y dejando otros totalmente de lado dando como resultado una película que indudablemente se parece a la obra original por contener los mismos ingredientes pero que tiene un sabor distinto.
Una de las grandes obras del cine mudo escandinavo, un largometraje que no en vano es considerado referencial, un clásico del cine mudo nórdico, patrimonio del arte cinematográfico. Una película que sabe alternar momentos íntimos de gran sensibilidad (donde Lars Hanson brilla con luz propia) con otros más espectaculares, como la emocionante persecución de los lobos a los protagonistas a bordo de un trineo o la célebre escena del incendio de Ekeby, que Stiller se sacó un poco de la manga para filmar una secuencia espectacular en la que el pobre Hanson acabó quejándose en vano al director de que temía peligrar su integridad física si seguía haciendo más tomas. Curiosamente la película no causó una gran impresión en Suecia, pero sí en el extranjero, allanando el camino a Stiller como uno de los grandes directores del mundo, capaz de hacer películas tan espectaculares como prestigiosas.
Basada en una conocida novela de Abbe Prevost, desarrollada originalmente a finales del siglo XVIII, esta película es uno de los más valiosos exponentes en la filmografía de un realizador especialmente singular para el cine francés: Henri-Georges Clouzot. Una historia de amor extrema, un turbador relato de amor enfermizo que crea una atmósfera asfixiante donde los personajes parecen atrapados por su enfermizo amor, un amor desgarrado donde la “femme fatale” es un demonio que manipula a su antojo a su enamorado que aunque sabe que es mala se lo perdona todo, es una relación sadomasoquista en que ella lo tortura y él lo aguanta, una relación autodestructiva en medio de este clima asfixiante.
Con su habitual maestría para la puesta en escena Clouzot construye una narración angustiosa y oscura, que resulta realzada por el empleo de una fotografía consecuente dominada por la sordidez moral de los ambientes y los personajes. Las interpretaciones funcionan bastante bien, aunque sin ser fabulosas, destacando la pequeña y caprichosa Manon, bien encarnada por Cécile Aubry. Buen guion adaptado, con algunas frases y diálogos notables, y que nunca renuncia a la dureza y tosquedad que requieren las situaciones presentadas, dando así veracidad a lo que se narra. A resaltar el tramo final, es sobrecogedor, son veinte minutos de gran cine, de una intensidad dramática soberbia, y rodados con maestría, con unos hermosos planos generales que muestran a los emigrantes arrastrándose por el desierto, son secuencias que parecen sacadas del antiguo testamento, y en las que los personajes aparecen, más que nunca, sometidos al dictado de un destino cruel, desesperado.
Kurosawa
como su propio título en castellano nos indica trata del duelo
silencioso, el que sufre el protagonista, obligado por su personalidad
noble a mantener oculta su enfermedad por temor a la condescendencia de
los demás, prefiere sufrir en su interior el sufrimiento, ello conlleva
el otro sacrificio, el que se hace por amor puro, el que obliga a dejar
lo que más se quiere por no ser un lastre para el ser querido. Esto
sirve para tocar el tema humanista de los valores morales, de la
solidaridad, de la generosidad, haciéndonos reflexionar sobre qué
haríamos nosotros en su lugar. Un protagonista estoico que se expresa a
través de su decaído rostro de su proceder estoico, cargando sobre sí
como una losa su infortunio, desdicha que puede ser vista como una
metáfora de lo que sufría Japón por entonces, humillada por haber
perdido la guerra y ser un país ocupado por una nación extranjera, bien
puede ser la sífilis alegóricamente Estados Unidos, donde los ciudadanos
son obligados a múltiples sacrificios por el bien común.
Una obra ambiciosa y audaz, fruto como ya comentamos del empeño de Douglas Fairbanks (intérprete, guionista y productor), quien tuvo el buen juicio de rodearse de un triunvirato genial, compuesto por Raoul Walsh en la dirección, Mitchell Leisen en el diseño de vestuario, y William Cameron Menzies a cargo de los decorados. Walsh se nos muestra ya como un director especialmente dotado para la narración, con su tradicional dominio del ritmo y de la plasmación en imágenes de una historia cualquiera. En cuanto al vestuario y a los maravillosos decorados, se opta por recrear un mundo de ficción, en el que no importa si las murallas son desmesuradas, si los vestidos anacrónicos o la arquitectura irrealizable, en efecto, es en el mundo de la fantasía y la aventura en el que estas cosas carecen de importancia, en el que es posible derrotar a la muerte con una manzana, ver el futuro en un cristal o volar en una alfombra, y también donde al final siempre triunfan el bien y el amor.
Un espectáculo visual y narrativo de primer orden al que benefician además la cuidada edición del guion, escrito entre Lotta Woods, Walsh y Fairbanks, el cual toma de referencia literaria varios cuentos más o menos relacionados entre sí por un nexo común, y la composición de una notable partitura musical que acompaña todo el metraje (dicha banda sonora resultaba un añadido extra en las proyecciones que tuvieran lugar en los lujosos cines de las principales ciudades de Europa y EE.UU., si bien se ha conservado íntegra y ha podido ser disfrutada por espectadores de otras generaciones). "El Ladrón de Bagdad" sigue siendo una obra inmortal de la Historia del cine, divertida y mágica, y una prueba irrefutable del talento, el genio y el gusto por contar historias de ese pionero llamado Raoul Walsh. Una absoluta obra de arte esta película de 1924.
El punto de partida de “Relato Criminal” es contarnos como un agente federal intenta apresar al criminal más buscado por las autoridades, un gangster al que algunos ciudadanos miran como un auténtico héroe, protegido por uno de los mejores abogados de la ciudad siempre logra evadir a la justicia gracias a las argucias legales más rebuscadas jamás imaginadas, la única forma de meterlo entre rejas es conseguir su libro de cuentas (el verdadero, evidentemente) y condenarlo por evasión de impuestos. Nos ofrece como protagonista no a un duro detective sino a alguien potencialmente tan poco carismático como un agente del Tesoro (ya me perdonarán los lectores que trabajan en dicho departamento), que responde al nombre de Frank Warren (un muy inspirado Glenn Ford), tal y como indican los rótulos iniciales, lo que pretende la película es reivindicar a esas personas que hicieron un trabajo tan duro por el bien de la sociedad y que no son suficientemente recordadas.
El enfoque que Lewis la da a la historia es inmejorable, la película trata de darnos a conocer a esos héroes anónimos que meten entre rejas a delincuentes súper conocidos, para ello opta por un enfoque a mi juicio muy acertado, mientras que que somos testigos en todo momento de lo que hace el agente federal, la cara del delincuente en cuestión nunca nos es desvelada, viéndole únicamente, y de lejos, al inicio y al final de la película. Y, por descontado, aunque aquí la clave sean los balances de cuentas, en un filme sobre gangsters no pueden faltar los tiros y las escenas de suspense, el gran mérito de los guionistas y el director es conseguir un balance bastante equilibrado entre dichas secuencias de corte más policíaco con aquellas de tipo más realista, en que los protagonistas batallan infructuosamente contra una organización criminal demasiado poderosa para ellos, comandada por «el Gran Hombre», cuyo rostro nunca vemos.
Joseph H. Lewis es el cerebro en la sombra con su nada grandilocuente realización, pero haciendo gala de una pericia que ya quisieran otros. Con un dominio perfecto del ritmo, adornado en algunos momentos de movimientos de cámara arriesgados y atrevidos para la época, Lewis nos introduce de lleno en la más que interesante trama de la película, una trama que se vuelve oscura y violenta según va avanzando, incluso se permite el lujo de cambiar un poco de tono, sin que esto dañe lo más mínimo al film, me refiero al momento en el que el personaje central está perdido porque se cree vencido por el sistema, al no poder hacer nada contra las amenazas que ha recibido por continuar con sus actividades, instante ese en el que Lewis nos habla de que nunca hay que tirar la toalla si creemos que hacemos lo correcto.
Una excelente película, pienso que no está nada mal pasar una buena tarde viendo un clásico del tipo de “Relato criminal” que, sin ser obra maestra, sí es una obra de factura intachable, incluido el guion.
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